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Article a La Vanguardia (juny 2010) "Democracia liberal y religiones"

Parece claro que el cerebro humano es proclive a aceptar como reales las ideas religiosas que él mismo crea. La evolución de la vida y del lenguaje ha propiciado que la mayoría de los humanos sea crédula respecto a toda una serie de espíritus y dioses de nombres y características diversas. Las religiones están presentes en casi todas las sociedades humanas y no se han extinguido con la modernidad, ni van a hacerlo en el futuro.

 

Con independencia de si se considera que la dimensión religiosa muestra una vertiente valiosa de la vida humana, o de si se piensa que más bien refleja una minoría de edad intelectual y moral por parte de los creyentes, el hecho es que las religiones suponen una dimensión vital importante para muchas personas. El pluralismo de creencias religiosas, agnósticas y ateas constituye, así, uno de los centros de gravedad de las democracias actuales. El respeto y protección de los valores de dignidad, libertad, igualdad y pluralismo hace conveniente distinguir entre, por un lado, la dimensión de respeto a las creencias y la protección de la libertad religiosa y, por otro lado, el establecimiento de una laicidad efectiva que presida la esfera pública, común a todos los ciudadanos. Éstos son libres de tener o no ideas religiosas y de expresarlas colectivamente, pero el estado debe organizarse desde un estricto principio de laicidad que las respete todas. Creo que es un error establecer sistemas políticos hostiles a las religiones, mientras estas últimas respeten, claro está, los derechos, libertades y las reglas democráticas.

 

Sin embargo, la historia muestra como buena parte de las religiones han resultado artefactos peligrosos para la convivencia. Muchas veces han sido fuente de guerras, persecuciones, dogmatismos excluyentes, estados basados en el terror, etc. Las religiones suelen defender que conocen algún tipo de “verdad” fundamental sobre el mundo, y a veces pretenden imponerla a los demás. Desde los tiempos de Hobbes, se ha visto la conveniencia de la “separación” entre el estado y las iglesias. Políticamente, las religiones han mostrado que son ideologías que deben “domesticarse” en términos liberales y democráticos.

 

Es importante insistir en el principio de laicidad. En los estados democráticos conviven ciudadanos creyentes en distintas religiones al lado de otros que son agnósticos o ateos. Y todos forman parte de la colectividad y todos sufragan al estado. Pueden distinguirse tres esferas de actuación en la vida política de un país, la esfera pública, la esfera social y la esfera privada. En una democracia liberal, ninguna religión debería estar presente en la esfera pública. Su lugar está en las esferas privada y social. La laicidad, la neutralidad y el respeto a las minorías son tres principios básicos para regular esta materia en las democracias liberales.

 

El estado español se declara aconfesional, pero sigue detentando una confesionalidad católica vergonzante que trata más o menos de disimular. No es de recibo, por ejemplo, que todavía se vean signos religiosos en instituciones públicas como juzgados, escuelas públicas, cuarteles, cárceles, hospitales, etc. En este mismo sentido se pronunció a finales de 2009 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La presencia de esos signos no puede justificarse por ser la “costumbre”, la “cultura” o la “historia” del país. Esta es una concepción comunitarista ya obsoleta en una sociedad que se tome el pluralismo en serio. No se trata de una cuestión “democrática” sobre lo que piensa la mayoría, sino más bien de una “cuestión liberal” sobre cómo se protegen las minorías – los creyentes de otras religiones, los agnósticos y los ateos. Tampoco es de recibo que los cargos públicos (ministros, consellers, alcaldes, etc) juren todavía sus cargos frente a crucifijos o libros “sagrados” de religiones particulares; o que el estado pague a profesores de una religión específica; o que los funerales de estado sean de un rito religioso concreto sin atender siquiera a las creencias o no creencias de las víctimas. Y resulta también un atraso que los contribuyentes puedan destinar un 0’7% de su IRPF al catolicismo, en competencia con la subvención a organizaciones de carácter civil y marginando a otras confesiones El estado no debería ser nunca un recaudador de impuestos de iglesias particulares. El Concordato de 1979 firmado en Roma no deja de ser aquí una norma obsoleta en términos liberal-democráticos y de laicidad.

 

Oponerse a todo esto no es “laicismo intransigente” ni “anticlericalismo”, expresiones con las que desde sectores católicos se pretende desautorizar una regulación estrictamente laica de la democracia española. Más bien la situación actual es la de una “confesionalidad”, a veces explícita y otras encubierta en favor del catolicismo, en continuidad con su connivencia durante el franquismo. Privilegiar determinadas ideas, ritos y burocracias religiosas, atenta a la igualdad de oportunidades y de ciudadanía, mina la libertad y el pluralismo colectivos, y constituye un insulto a los ciudadanos agnósticos, ateos y a los que profesan otras creencias religiosas.

 

El estado español, dista aún de poder caracterizarse como una institución laica. La próxima reforma de la ley orgánica de libertad religiosa, que el gobierno central está elaborando, puede desarrollar la perspectiva de un estado liberal y democrático que debiera ser mucho más laico y civil de lo que es, sin por ello ser hostil a las religiones.

 

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