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Article a La Vanguardia (abril 2010): "Jueces del pasado"

 

De los mimbres de una transición política dirigida por los herederos del franquismo salió una Constitución que supuso una ruptura con la dictadura, pero también una mala resolución institucional del poder judicial y del siempre irresuelto tema del pluralismo nacional del estado. El tan alabado, por algunos sectores, “consenso“de la transición se realizó desde la iniciativa de los post-franquistas en el poder, una oposición débil y, sobre todo, en un contexto de amenazas militares por parte de los sectores más reaccionarios. Y ello se nota en la actualidad. El consenso muchas veces se obtuvo a fuerza de inconcreción y ambigüedad semántica que ha acabado favoreciendo a los sectores más jacobinos de derecha e izquierda en el desarrollo constitucional de los últimos 30 años. El poder judicial ha sido uno de los principales precios pagados por los demócratas en el paso de la dictadura a la democracia. Ahí está el bochornoso espectáculo que está dando el Tribunal Supremo con el affaire Garzón.
 
Que un juez pueda ser condenado e inhabilitado a instancias de una organización fascista por sus actuaciones sobre los crímenes del franquismo resulta una situación esperpéntica en términos liberal-democráticos. El juez ha seguido los criterios de la legalidad internacional en sus diligencias sobre los crímenes de la dictadura. Incriminarle por “prevaricación” a partir de una ley de amnistía (que es preconstitucional, de nuevo la transición) viene a ser como si un juez alemán fuera juzgado por investigar los crímenes del nazismo. Resulta lógico que la valoración de la justicia española en el mundo internacional sea peor que la de estados tercermundistas. Una situación de democracia puesta del revés, con olor a franquismo en el Supremo.
 
A diferencia del legislativo y del ejecutivo, el poder judicial, además, no ha seguido las premisas del estado autonómico. Sigue todavía los patrones afrancesados de un estado unitario y centralizado. A ello se le suma la situación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y del Tribunal Constitucional (TC), dos instituciones establecidas por la constitución actual. Ambas regulaciones ejemplifican lo que una democracia liberal debe evitar: la politización de la justicia. Una politización, monopolizada a su vez por los dos partidos nacionalistas españoles, PSOE y PP, lo cual tiene repercusiones para el conjunto del sistema político. El CGPJ, se ha convertido en un problema más que en la solución que se pretendía para el “gobierno de los jueces”. Con la actual regulación sería mejor abolirlo. Por otra parte, la constitución propicia que el TC haya llegado a lo que es en la actualidad: una institución deslegitimada, dividida, desprestigiada y caducada, a años luz de los principales tribunales de la política comparada.
 
Primer problema: su composición. Una de las tareas principales del TC es la de dirimir conflictos entre el poder central y las autonomías. Pero resulta que estas últimas no pintan nada en el nombramiento de ninguno de sus 12 magistrados. A todos ellos los nombran instituciones del poder central (gobierno, parlamento y estructura judicial centralizada; la regulación del Senado es simplemente ridícula, otro fiasco constitucional). Así, el árbitro lo nombra solo uno de los equipos. Hoy ya no parece haber en el TC “conservadores” frente a “progresistas”, sino distintas intensidades entre nacionalistas españoles jacobinos y recentralizadores (salvo algún caso aislado a contracorriente).
 
Segundo problema: el equipo que nombra al TC tiene un nombre: de nuevo, PSOE-PP. Los demás están fuera de las reglas de juego. Todo un ejemplo de pluralismo. En contraste con lo que ocurría en los primeros tiempos del TC, ello ha acabado por incentivar que se nombren magistrados más dóciles a la voluntad de esos dos partidos que a juristas independientes de solvencia contrastada y altura de miras. PSOE y PP incumplen la constitución al no renovar a los magistrados en los plazos legales. Los magistrados “caducados” deberían dimitir por mera dignidad institucional y personal.
 
Tercer problema: los procedimientos. Que este tribunal, aunque no estuviera caducado ni deslegitimado, pueda decidir sobre leyes aprobadas en referéndum por los ciudadanos es un auténtico despropósito procedimental. Supone simplemente incentivar el choque de legitimidades. Otro ejemplo de lo que un sistema democrático debe evitar. El TC está mal regulado constitucionalmente.
Algunos juristas aún creen que la realidad es aquello que dicen las leyes que es. Pero las cosas son lo que son, con independencia de las normas, normalmente efímeras, que están vigentes en un momento concreto. Las leyes franquistas decían lo que decían. Y ya ven. La fracasada quinta propuesta de sentencia sobre el Estatut suponía una laminación importante del autogobierno. La siguiente se prevee aún peor. Pero para muchos catalanes el tema ya no es ese. Diga lo que diga este TC, no tendrá credibilidad alguna.
Parece que hay actores políticos que no comprenden muy bien lo que está pasando. Para buena parte de los ciudadanos de Cataluña todo el proceso del Estatut se ha convertido ya en un profundo desapego a este estado. Si las instituciones españolas no reconocen a la nación catalana y laminan su escaso autogobierno, no tiene nada de extraño que buena parte de los catalanes se sientan ajenos a España y a su constitución. En Cataluña, el independentismo aparece como una vía cada vez más racional y más razonable para un mayor número de ciudadanos.
Se echan en falta políticos y juristas de altura en las principales instituciones del estado. La democracia española está enferma. Y la inestabilidad futura, servida.

 

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